Hobbenheimer, un Lobo con una Bomba
Hobbenheimer, un lobo con una bomba.
Cuando 2 países desconfían uno del otro se vuelven, según Hobbes, como lobos despiadados. No siendo lo más relevante en el mundo moderno quién tiene una bomba y quién se está echando un farol, sino quién es capaz de lanzarla sobre el otro y no esconderse detrás de ella.
Ver la película Oppenheimer, de Christopher Nolan, hace a uno por una parte rememorar (o más bien imaginar) lo desastroso y horrendo que fue el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las 2 ciudades japonesas.
Pero, por la otra, deja un espacio en blanco para dilucidar cómo las personas y científicos consiguen perder su humanidad y colaborar en la creación de un arma mortal. Cómo, según palabras de la propia película, pueden “estar tan ciegos esos hombres que habían visto tanto”.
J. Robert Oppenheimer, científico que lideró el Proyecto Manhattan, fue por así decirlo el padre de la bomba atómica. Su prolongada y costosa creación demuestra como el ansia por la sabiduría y el desarrollo de la técnica en ciencia comparten 2 caras de la misma moneda.
De forma que, un evento que en principio podía tener una finalidad “legítima”, como disuadir a los nazis de controlar el mundo, sutilmente se volteó hacia la otra cara. Tornándose su uso en una maniobra de descorazonada masacre masiva que cambió la historia del mundo para siempre.
Son momentos como éstos los que nos hacen ver el gran poder que tenemos, pero también, como diría el tío Ben de Spiderman, la gran responsabilidad que albergarlo conlleva.
Y es que, ¿cuál es la línea que uno no ha de cruzar si no desea que su proyecto de vida se convierta en su peor pesadilla? O mejor, ¿qué es lo que uno ha o no ha de hacer para acabar convirtiéndose en su peor y más odiado enemigo?
Para arrojar luz sobre esta cuestión vamos, gracias a la ayuda de Thomas Hobbes y otros ilustres pensadores, tratar de explicar ciertas conductas que pueden concluir en lo anterior.
De Hombre a Lobo
Thomas Hobbes fue un filósofo británico que aseguraba que los hombres necesitan ser controlados si quieren prosperar. De no ser así entrarían en un “estado de naturaleza” en lo que sería una guerra de todos contra todos.
Esa guerra estaría compuesta por hombres iguales que competirían por los mismos y limitados recursos. Una guerra en la que no habría distinción clara entre lo mío y lo tuyo. Escenario en el que ninguno sería lo suficientemente fuerte como para imponerse sobre los demás.
Hobbes supone que en tal panorama el hombre dejaría de ser, como afirmaba Rousseau, “bueno por naturaleza” y comenzaría a mostrarse como un depredador sin escrúpulos, como un lobo para el propio hombre, “homo homini lupus”.
Y no es que para este filósofo todos los individuos supusiesen un peligro para los demás. Sino lo que de verdad lo haría sería la congregación de éstos tras la mencionada apariencia feroz.
Exponía Spinoza que “los Estados son enemigos por naturaleza, porque todos los hombres en estado de naturaleza lo son”. Lo esencial es que en esa guerra, en la que nociones como el bien y el mal se disipan y la justicia brilla por su ausencia, los resultados son siempre atroces.
Con la diferencia de que la guerra moderna ya no es tan visceral como lo podía ser antes, sino que es más fría. Para Hobbes ya “no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente”.
Un tiempo que cuanto más prolongado sea más probabilidades tendrá de albergar hechos poco gratos para las distintas partes involucradas. Especialmente cuando el desarrollo armamentístico se ha vuelto más potencialmente peligroso y destructivo que nunca.
Los Lobos Asustados
¿Por qué los Estados han de luchar entre ellos y no pueden ser amigos?
Según Hobbes, las disputas se originan por uno de estos 3 motivos: la competencia, la desconfianza o el afán de gloria. Afirmaba que “la primera causa impulsa a los hombres a atacarse para conseguir un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación”.
La cuestión es que mientras que unos podrían atacar cruelmente a los otros para ampliar su poder o reforzar su frágil Ego, es más sencillo que simplemente lo hagan por desconfianza.
Somos desconfiados por naturaleza, de ahí que digamos a nuestros pequeños que no acepten caramelos de los desconocidos. Pero también que nosotros mismos echemos el pestillo de nuestras casas y decidamos guardar nuestro dinero (o parte, por si acaso) en el banco.
Exponía Plauto, en su Asinaria, que aquellos que no conocemos son más parecidos a un lobo que a una persona. Y unos Estados, aun siendo vecinos, pueden parecer muy desconocidos para otros.
Esto lleva a confiar únicamente en el propio potencial y en armarse para defenderse, pues subyace una ansiedad constante de no saber cuándo uno podría ser atacado. Donde además ese acto defensivo por los demás se interpreta como un peligro potencial que ha de ser igualado o superado.
Durante los comienzos del proyecto Manhattan la motivación de Oppenheimer y su equipo era ese principio de autoconservación. Al fin y al cabo, la propia existencia de Occidente estaba en juego si los nazis conseguían un arma de semejante calibre antes que ellos.
Su dilema era que podían esperar a que de un día para otro un desalmado dictador anunciase que tenía la primera bomba atómica de la historia o crearla antes que él. Pudiendo así frenar sus tentativas o incluso evitar el desastre atacándole a la defensiva.
Pero cuando los nazis se rindieron aún faltaban meses hasta que la bomba estuviera lista para las pruebas. Estaban tan cerca y a la vez tan lejos de testificar su costosa invención.
Aunque, ¿cómo sabían que no había espías entre ellos y el proyecto se había filtrado? O, ¿cómo aseguraban que otros países como Rusia no tenían ya su propio plan?
No pudiendo fiarse de nadie el proyecto se retomó. Y esa misma desconfianza que juega en ambos bandos por igual es la única responsable de que en última instancia nadie salga realmente victorioso tras una guerra.
Esto mismo sucede en el dilema del prisionero, probablemente derivado del estado de naturaleza que planteaba Hobbes; Si todos los jugadores consideran ventajoso anticiparse, el resultado será que todos lo harán motivados por las acciones de sus contrincantes. Iniciando así una escalada en las respuestas que poco tendrá que ver con lo que se querría en un principio.
Tras lo de Alemania, las miras de EE. UU. estaban puestas en Japón, su principal enemigo del momento. La moralidad tornaba en torno a si realmente la bomba era imprescindible para derrotar a este país, del que no se habían escuchado programas similares. Aunque también se propuso que bombardear Japón podría servir como disuasión hacia los rusos.
Sin temor al castigo no se puede confiar más que en la buena fe de las personas. Pero según Hobbes esos vínculos “son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres”. De ahí que todos los contratos se vuelvan inseguros e improbables, y su valor sea meramente verbal, y los Estados se comporten como…
Un Lobo con una Bomba
Oppenheimer transmitió el ímpetu de sus ideas como lo que son, una reacción racional de las pasiones. Según Hobbes, es sencillo que el hombre se deje llevar por éstas, y en un instinto de autoconservación no es complicado que surja el conflicto con los otros.
Sin embargo, como seres humanos poseemos la razón. Una capacidad que nos permite llegar a acuerdos con los demás para evitar o solucionar los conflictos de manera productiva.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la razón se invierte en la búsqueda de un desarrollo científico que permita protegerse a uno mismo a costa de la destrucción del otro? Que las pasiones no dejan de ser las mismas, salvo que ahora se ocultan tras un velo de conocimiento y meticulosidad.
Poco se cuestionó a la bomba atómica durante su creación. “Apenas” había tiempo para ponerse a pensar en algo así durante el proceso. Y a los que lo hicieron y se negaron a colaborar se les tachó de ingenuos, de pensar de forma idealista e ilusa.
Se ve que Oppenheimer era el único visionario que entendía como era posible concluir la guerra con un genocidio geolocalizado. Algo que además justificaba como un acto de protección sobre los suyos, expresando su amor, patriotismo y voluntad de luchar.
Desafortunadamente, no escondía Hobbes que la razón está supeditada a ese principal instinto de autoconservación y que por ello será racional cualquier acto que lo propicie. Pudiendo así encontrarnos una autoconservación mutua y altruista o, por el contrario, una totalmente Egoísta.
Lo paradójico es pensar que creando destrucción se llegará a la paz. Lo que se vislumbra cuando Oppie exclama tras la prueba Trinity: “me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Este científico se convirtió en un hombre de conciencia torturada. Decenas de miles de civiles japoneses murieron en la explosión o al poco tiempo debido a la radiación. Vivir sabiendo que había creado algo tan grande y a la vez tan mortífero no fue un buen feedback.
Quizás su Yo interno le estaba convenciendo de que a pesar de que las muertes que hizo posibles sirvieran a la Ciencia el coste era demasiado alto. Ya no quiso volver a cometer el mismo error de nuevo, no tras ver que aun teniendo todo el poder por un momento se sintió después como…
Un Lobo Engañado
Oppenheimer disponía de limitada información sobre Japón y no se sabe cómo habría reaccionado si se le hubieran planteado escenarios objetivos. Sin embargo, estaba conmovido por las posturas del general Leslie Groves y otras autoridades.
Uno de sus argumentos era el de que la bomba sería un simple «mal menor». La misma falacia de quienes buscan evadir responsabilidades. Usándola sin remordimiento como caldo de cultivo para los, todavía más desastrosos, males mayores.
Hobbes creía que ser el único en dar las armas no era nada aconsejable, pues significaría ofrecerse a sí mismo como presa. Pero lo cierto es que nadie se salva de que alguien, movido por las pasiones, apriete el botón. Pues el lobo muerde por ser lobo, no por lo que le gustaría llegar a ser.
Lo mismo ocurre con las armas en EE. UU. Claro que teniendo una te sientes más protegido, pero sería mucho más seguro que nadie tuviese. Y a pesar de que eso sería depositar “excesiva” confianza en el hombre, esa es la verdadera racionalidad que se está buscando y que superficialmente se deja de lado pensando que la mejor defensa es un buen ataque.
Si no tienes un botón rojo que pulsar no te verás tentado a hacerlo, así de simple. Exageramos las amenazas a nuestro alrededor y respondemos sesgadamente, entrando en una dinámica recíproca en la que nadie puede ganar.
Creía Oppenheimer que el lanzamiento de la bomba conduciría al fin de la guerra. Convenció a sus compañeros científicos de esto y se convenció a sí mismo. Estaba en lo cierto al afirmar que la revolución atómica había cambiado para siempre la relación del hombre con la naturaleza. Su error fue creer que la revolución atómica cambiaría fundamentalmente la naturaleza humana.
Pues, al igual que le pasó, una vez pulsado el botón no hay vuelta atrás. Como figura al final de la película, tras la explosión inicial la reacción en cadena ya no se puede parar. Y el mundo que se abra por delante, ya conduzca al Cielo o al Apocalipsis, está por determinar.
Muchos actos cuyo único fin es la opresión se disfrazan de herramientas imprescindibles para garantizar la protección. No es raro que se creen o exageren enemigos que ayuden a justificar acciones de otra forma inaceptables, como el lanzamiento de las bombas sobre Japón.
En resumidas cuentas, es más sencillo disfrazar un crimen extensa y pulcramente premeditado que uno visceral en el que las huellas son evidentes. Más aún, si se va plantando la semilla poco a poco de que lo que se va a hacer no es tan malo como parecería.
Es aquí donde la filósofa alemana Hannah Arendt escribe que “políticamente hablando, la debilidad del argumento ha sido siempre que quienes escogen el mal menor olvidan con gran rapidez que están escogiendo el mal”.
Siguiendo con su trabajo, vale la pena considerar su análisis sobre la “banalidad del mal”. Ya que invita a pensar cómo la inacción, la falta de cuestionamiento ético y el distanciamiento de las consecuencias de las propias acciones pueden conducir a resultados devastadores.
Este concepto describe cómo un sistema de poder político puede trivializar el exterminio de seres humanos cuando se realiza como un procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios incapaces de pensar en las consecuencias éticas y morales de sus propios actos.
De igual manera que analizó Hannah el caso de Eichmann (uno de los grandes responsables del genocidio nazi) podríamos analizar el caso de Oppenheimer. Donde solo miró por la ciencia y su vanagloria como investigador jefe, no por lo que estaba concibiendo para el mundo.
Aunque algunos puedan opinar distinto, para Hannah estos actos no habrían sido realizados porque Oppenheimer fuese un ser con una crueldad innata, sino porque estaba profundamente inmerso en un sistema basado en la guerra del más fuerte.
Hannah considera la maldad como un fenómeno de falta de juicio del sujeto. Así, si no se quiere convertirse en alguien dirigido, hay que reflexionar sobre las propias acciones. De forma que, aunque su voluntad esté enfrentada a la de otros, pueda obrar desde su empatía e individualidad.
De Lobo a Hombre
Afirmaba Francisco de Vitoria que “el hombre no es el lobo del hombre, sino un hombre”.
Partimos del deseo de vivir y del temor a perder la vida. Por eso Hobbes no solo aboga por que la razón conlleve pactos solidarios y pacíficos, sino porque estos sean a su vez respaldados por un poder supremo que controle su puesta en práctica.
Por suerte, y como ha demostrado la historia de estos últimos años, no se necesita de una figura totalitaria o absolutista para que la sociedad pueda vivir en paz y armonía.
Oppenheimer se encomendó una tarea tras humanamente comprobar el resultado de sus actos: promover durante el resto de sus años el control nuclear. Lo cual hizo mediando por la cooperación internacional y tratando de evitar que la sucesora bomba H viese la luz.
Tras constatar en sus propias carnes la naturaleza del hombre y cómo este podía terminar adoptando las feroces conductas del lobo, entendió qué era prioritario. EE. UU. no debería probar la bomba H o Rusia actuaría recíprocamente como respuesta de autoconservación.
¿Cuál es entonces el precio de la paz? ¿Ha evolucionado tanto el hombre que ya no es un lobo para el resto de los hombres? ¿Quién le frenaría de querer serlo? Éstas son algunas cuestiones que hoy en día se siguen debatiendo. Cuestiones que tratan de encontrar un equilibrio y que solo pueden salir adelante si se consigue aplicar la verdadera racionalidad.
Somos seres realmente racionales cuando podemos pensar en conductas de autopreservación a la vez que pensamos en las de los demás gracias a la empatía. De no poder ponernos en la piel de otro ya no seríamos seres racionales en sí ni tendríamos un comportamiento moral.
Por todo ello, se hace inevitable pensar que todavía se necesita un profundo cambio en la sociedad. Pues dentro de ella encontramos humanos per se, pero todavía persisten los lobos salvajes y otros lobos disfrazados de humano.
Y si de verdad nos consideramos animales superiores, sigamos el consejo de Oppenheimer para prosperar: “los pueblos de este mundo tienen que unirse; de lo contrario, perecerán”.
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